Claves semanales del 29 de diciembre de 2025 al 2 de enero de 2026
30 de diciembre de 2025
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El año que dejamos atrás ha sido, ante todo, un año de impactos políticos y reajustes económicos.
Monitor de mercado


El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y, sobre todo, el llamado “Día de la Liberación” de abril marcaron un punto de inflexión. La imposición de aranceles generalizados —especialmente agresivos frente a China— reintrodujo un riesgo que el mercado creía superado: el proteccionismo como herramienta explícita de política económica. Los datos confirman que el impacto no fue neutral. Aunque los anuncios iniciales se fueron moderando en las siguientes semanas, el coste de los aranceles terminó trasladándose parcialmente a los precios finales, presionando la inflación subyacente en Estados Unidos justo cuando el proceso desinflacionista parecía consolidado.
Aun así, conviene subrayar que una parte relevante del consenso falló de forma clara en la lectura de los acontecimientos de primavera. Tras el anuncio de los aranceles de abril, se generalizó la tesis de que Estados Unidos se encaminaba hacia una recesión autoinducida y un rebrote inflacionista significativo, consecuencia directa del impacto comercial y del deterioro de la confianza. Nada de eso ocurrió. La inflación repuntó de forma contenida y transitoria, el consumo resistió mejor de lo esperado y el mercado laboral se enfrió sin colapsar. Lejos de entrar en recesión, la economía estadounidense volvió a demostrar una capacidad de absorción de golpes notable. El error no estuvo en identificar los riesgos, sino en subestimar la flexibilidad del tejido productivo.
Una de las claves para entender esta resiliencia fue el papel de la inversión ligada a la inteligencia artificial. El despliegue masivo de infraestructura —centros de datos, redes eléctricas, semiconductores y almacenamiento— actuó como un potente estabilizador macroeconómico. Este impulso inversor no solo compensó la debilidad de otros sectores, sino que se convirtió en uno de los principales contribuyentes al crecimiento del PIB estadounidense en 2025. Se trata de un fenómeno poco habitual: una ola de inversión privada de escala cuasi fiscal, concentrada en activos productivos y con efectos de arrastre sobre empleo, demanda interna y productividad esperada. Sin este impulso, el crecimiento habría sido sensiblemente más débil y muchas de las previsiones recesivas habrían estado mucho más cerca de cumplirse.
En este contexto, los bancos centrales jugaron un papel clave. 2025 fue el año en que la política monetaria empezó a normalizarse de verdad en la mayor parte del mundo. La Reserva Federal reinició su ciclo de recortes en septiembre, acumuló tres hasta final de año y puso fin al proceso de reducción de su balance; el BCE acometió cuatro bajadas antes del verano, hasta situar el tipo de depósito en el 2%; el Banco de Inglaterra siguió el mismo camino, aunque de forma más escalonada, mientras que el Banco Nacional Suizo sorprendió con un retorno a tipos cero ante presiones deflacionistas. Solo Japón mantuvo la anomalía inversa, subiendo tipos hasta el 0,75%, su nivel más alto en dos décadas. El mensaje implícito fue claro: el ciclo de endurecimiento monetario en la mayor parte del mundo había terminado, una vez controlada la inflación.
En los mercados, 2025 fue todo menos homogéneo. La dispersión entre regiones y activos alcanzó niveles poco habituales. Algunas bolsas “secundarias” lideraron el año con subidas espectaculares —Corea del Sur, Grecia, España o Polonia— mientras los grandes índices desarrollados ofrecieron rentabilidades mucho más moderadas. Corea destacó por una combinación muy concreta: entusiasmo en torno a los semiconductores ligados a la IA y reformas de gobernanza corporativa largamente esperadas. Europa, tras un inicio prometedor, volvió a quedar rezagada por el ruido político y la debilidad alemana, pero en la parte final del año mejoró sensiblemente gracias al apoyo del BCE, la moderación de la inflación y la expectativa de estímulos fiscales. En términos relativos, y especialmente medido en dólares, la renta variable europea cerró 2025 en mucha mejor posición de la que empezó.
China, contra pronóstico, también tuvo su momento. Las bolsas chinas rebotaron con fuerza, apoyadas en avances tecnológicos concretos, un tono algo más constructivo de las autoridades y el regreso del capital extranjero. No es un cambio estructural definitivo, ya que el gigante asiático sigue inmerso en una crisis de demanda interna, pero sí una señal de que los activos chinos dejaron de ser, al menos en 2025, un caso perdido.
En el mundo de las divisas, el debilitamiento del dólar fue otro rasgo central del año. Con déficits gemelos, una deuda pública que ya supera los 37 billones de dólares y una política fiscal claramente expansiva, el ajuste llegó vía tipo de cambio. El dólar cayó cerca de un 10% en términos efectivos, facilitando el desempeño de los activos no estadounidenses y reforzando el atractivo de refugios alternativos.
Ese contexto explica el comportamiento sobresaliente del oro, el gran ganador de 2025. Con subidas cercanas al 75%, el metal precioso actuó como cobertura frente a incertidumbre política, riesgos fiscales y dudas sobre la estabilidad del sistema monetario internacional. No fue solo una apuesta táctica: los bancos centrales siguieron acumulando oro de forma sistemática, acelerando una tendencia que va más allá del ciclo actual. La plata también se unió a la fiesta, con una subida del 40% sólo en el mes de diciembre y cerca de un 170% en el cómputo anual.
En contraste, otros activos decepcionaron. Las materias primas energéticas sufrieron por exceso de oferta y demanda débil, y las criptomonedas vivieron un año complicado. Bitcoin alcanzó nuevos máximos, pero cerró el ejercicio como uno de los peores activos del año, rompiendo su patrón cíclico tradicional y comportándose más como un activo de riesgo que como “oro digital”.
En conjunto, 2025 ha sido un año marcado por una incertidumbre radical. No tanto porque los riesgos sean mayores que en otros momentos del ciclo, sino porque los marcos tradicionales de análisis han quedado parcialmente obsoletos. Comercio, política fiscal y política monetaria han sido alterados de forma simultánea, mientras la economía estadounidense se asoma a una disrupción tecnológica de magnitud histórica. Los modelos construidos sobre patrones del pasado nunca habían tenido que enfrentarse a un cambio de régimen tan profundo y tan rápido. En este entorno, las métricas clásicas de riesgo ofrecen una guía limitada y el mercado oscila entre dos narrativas que compiten entre sí: el temor a errores graves de política fiscal y monetaria, por un lado, y la posibilidad de una revolución de productividad capaz de eclipsarlos a todos, por el otro.
